PRÁCTICA FAMILIAR RURAL│Vol.4│No.3│Noviembre 2019

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Estévez, E., Vaca, C., Rosales, E. Los siete pecados capitales: una aproximación neuroética al estudio de la conducta humana. Práctica Familiar Rural. 2019 noviembre; 4(3).


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BIOÉTICA

Los siete pecados capitales: una aproximación neuroética al estudio de la conducta humana


Edmundo Estévez M. [a], Christian Vaca [b], Emilia Rosales [b]

a. Profesor Principal, Carrera de Medicina Universidad Central del Ecuador

b. Residente R3 Posgrado de Psiquiatría, Universidad Central del Ecuador

DOI:https://doi.org/10.23936/pfr.v4i3.131

Recibido: 19/07/2019 Aprobado: 20/11/2019

 

RESUMEN

El pecado en su forma original constituye una desviación de la conducta humana. La doctrina cristiana incorpora en la tradición judeocristiana a los pecados capitales que todos conocemos (y a sus demonios), así como a las virtudes que supuestamente los pueden derrotar o al menos neutralizar: 1) soberbia/humildad, 2) avaricia/generosidad, 3) lujuria/castidad, 4) ira/paciencia, 5) gula/templanza, 6) envidia/caridad y 7) pereza/diligencia. En esta misma línea de pensamiento, pecar sería abusar de la libertad de Dios. Según John Bossy, los siete pecados capitales serían la expresión de una ética social y comunitaria con la cual la Iglesia católica trató en su momento de contener la violencia y sanar la conflictiva sociedad medieval. Los pecados y su penitencia fueron en un principio una saludable advertencia de cómo administrar la propia conducta individual y social (Savater, 2013). Aquello que la sociedad Moderna permite como lícito o no, ha “superado” la conducta y el republicanismo moral de nuestros días (1). La moralidad es una de las características más sofisticadas del juzgamiento humano, de la conducta y de la mente. Un individuo que se aparta de la moralidad violenta las reglas y los derechos civiles, afectando inclusive las libertades individuales de otros, en ocasiones de manera hasta agresiva. Un acercamiento científico a los orígenes de la maldad nos remite al análisis suscitador de los determinantes moleculares, epigenéticos, filogenéticos y celulares de la neurobiología del pecado. Esta formidable aventura del pensamiento constituye un armonioso camino recorrido por la filosofía moral y las neurociencias de ese largo tramo que dista entre el error de Prometeo y el error de Descartes.

Palabras Clave: neuroética, neurociencias, bioética, razonamiento moral, conducta humana

The seven deadly sins: a neuroethical approach to the study of human behavior

ABSTRACT

Sin in its original form constitutes a deviation from human behavior. The Christian doctrine incorporates into the Judeo-Christian tradition the capital sins that we all know (and their demons), as well as the virtues that can supposedly defeat them or at least neutralize: 1) arrogance / humility, 2) greed / generosity, 3) lust / chastity, 4) anger / patience, 5) gluttony / temperance, 6) envy / charity and 7) laziness / diligence. In this same line of thinking, sin would be to abuse God's freedom. According to John Bossy, the seven capital sins would be the expression of a social and community ethic with which the Catholic Church tried at the time to contain the violence and heal the conflictive medieval society. Sins and their penance were initially a healthy warning of how to manage their own individual and social behavior (Savater, 2013). That which modern society allows as lawful or not, has "overcome" the conduct and moral republicanism of our day (1). Morality is one of the most sophisticated characteristics of human judgment, behavior and mind. An individual who departs from morality violates the rules and civil rights, even affecting the individual freedoms of others, sometimes even aggressively. A scientific approach to the origins of evil refers us to the provoking analysis of the molecular, epigenetic, phylogenetic and cellular determinants of the neurobiology of sin. This formidable adventure of thought constitutes a harmonious path traveled by the moral philosophy and the neurosciences of that long section that is between the error of Prometheus and the error of Descartes.

Key words: neuroethics, neurosciences, bioethics, moral reasoning, human behavior

 

Introducción

Los seres humanos convivimos con nuestros congéneres bajo un repertorio de reglas morales de conducta que, sorprendentemente y en lo esencial, se mantienen sin apenas variación en el espacio y en el tiempo. No importan las creencias, la cultura o lo antiguo de una civilización: principios enunciados ya en negativo (no matar, no robar o no engañar), ya en positivo (cuidar y proteger a los niños, ancianos o a los desvalidos, cumplir lo pactado o respetar la tradición propia) son valores universales y han estado presentes desde la más remota antigüedad, de modo que podríamos decir que hay una ética universal cuya invariancia llev a postular la existencia de mecanismos biológicos que lo sustentan y expliquan. El cerebro humano habría desarrollado capacidades morales asentadas en estructuras y circuitos propios (2); (3).  

Al parecer los pecados constituyen el motor de las sociedades y engendrarían beneficios impensables para la misma Humanidad, debido al deseo de bienes y servicios muchos de ellos innecesarios o de alcanzar la satisfacción pecaminosa de necesidades básicas, que gran parte de la población no logra cubrir ni los mínimos deseables, como los Objetivos de Desarrollo Sostenible

De acuerdo a la doctrina de los vicios y pecados aún vigente en la teología cristiana católica (no protestante), ésta deriva de doctrinas orientales, de la astrología, de la doctrina hermética, de los cultos mitráicos, de la especulación gnóstica y, más atrás todavía, de la influencia Babilonia, de la teogonía egipcia y otras (4).

Los primeros en sacar los pecados capitales de su contexto originario y trasplantarlo a la tradición cristiana fueron los escritores y los eremitas de la edad de la patrística, quienes a su vez relacionaron los espíritus malignos de la concepción cosmológica y ultraterrena gnóstica con la concepción de los demonios de la antigüedad clásica y de la tradición religiosa judía (4).

La doctrina cristiana habla de vicios (del latín vitia) o pecados a las predisposiciones psicológicas peculiares de cada individuo que acaban encontrándose, sin que pueda hacer nada, proclive a una u otra perversión. Son disposiciones del carácter, tendencias e inclinaciones al pecado con las que se nace (¿predisposición genética?). En definitiva, los vicios son una especie de premisas de la esfera psíquica para acometer una verdadera transgresión, que es el pecado.

En definitiva, esta autora concluye que el origen de la teoría de los pecados es claramente precristiano, pero el problema al que esa teoría se refiere es decididamente el problema de todas las religiones y de toda la filosofía o, lo que es lo mismo, deviene en el problema del mal. El mal es un engaño de la voluntad humana que penetra los espíritus a través de las aperturas de los cinco sentidos (5).

¿De dónde viene el mal?

Para el cristianismo el mal es clara y unívocamente negación de la voluntad divina. Es un engaño de la voluntad humana. Pero, dicha negación se esquematiza de manera simplificada en el respeto fallido a los mandamientos y a las obras de misericordia, en el mal uso de los sentidos, en definitiva, en el cometimiento de los siete pecados capitales. Es un alejamiento consciente de nuestras virtudes o de nuestra buena conciencia (6).

En la tradición judeocristiana, el enigma del mal radica en todo lo que comprendemos bajo un mismo término a fenómenos tan diversos como el pecado, el sufrimiento y la muerte (“mal cometido” y “mal sufrido”). El mal moral, o pecado en el lenguaje religioso, comprende todo aquello por lo cual la acción humana es objeto de imputación, acusación y reprobación . El sufrimiento es la antítesis del placer, es un no placer, es disminución de nuestra integridad física, psíquica o espiritual. Entonces, ¿el mal deberá pensarse en la perspectiva filosófica y teológica, en tanto raíz común del pecado y del sufrimiento? Para Ricoeur, existe un extraordinario entretejido entre ambos fenómenos: la punición es un sufrimiento físico y moral que se sobreañade al mal moral. Una de las principales causas de sufrimiento es la violencia ejercida por el hombre sobre el hombre. Obrar mal es siempre dañar a otro directa o indirectamente y, por consiguiente, es hacerlo sufrir. En su estructura relacional (dialógica), el mal cometido por uno halla su réplica en el mal padecido por otro (7).

En el escándalo del mal, Ricœur concluye que: “Le mal, c’est ce qui est et ne devrait pas être, mais dont noua ne pouvons pas dire pourquoi cela est” (8).

Virtudes, pecados y demonios

En la doctrina cristiana se citan desde el siglo XIII los pecados capitales con número y orden: se inicia con la soberbia, asumiendo que este sería el primero y más importante tanto cronológica como conceptualmente, para luego citar a la avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Las letras de inicio de estos siete pecados dispuestos en este “sagrado orden” forma un término a manera de recurso mnemotécnico o vox memoralis: SALIGEP. Sin embargo, de esto, para muchos pensadores la prioridad en cuanto a vicios y pecados correspondió a la gula, y no a la soberbia.

En los orígenes mismos de la humanidad, ¿qué clase de pecados cometieron Adán y Eva?: Soberbia. Para Casiano (siglos IV – V) el pecado original fue el de la gula. Gregorio Magno (siglo VI) convirtió a la soberbia en el centro de la vida moral o primer pecado del hombre, paralelo al primer pecado del demonio. Éste arrinconó definitivamente a la vanagloria y a la gula y se convirtió en un súper pecado y en la causa de los demás pecados. En el siglo XIII Tomás de Aquino le asigna nuevamente el primer lugar en el tiempo e importancia a la gula (también entendido como pecado de la boca, exceso de palabra o pecado de la lengua) (9).
Tomás de Aquino (1259-1268) define a los pecados como “aquellos vicios a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada”. Los pecados capitales hacen generalmente cabeza (capita) de otros más graves que deben ser contenidos y superados por el cultivo de virtudes que actual como contrapeso para regular la apropiada convivencia de la familia humana. En 1589, Binsfeld correlacionó estos tres elementos:

Pecado Virtud Demonio
Soberbia Humildad Lucifer
Ira Paciencia Amón
Avaricia Generosidad Mammon
Envidia Caridad Leviatán
Lujuria Castidad Asmodeo
Gula Templanza Belcebú
Pereza Diligencia Belfegor/Belphegor

Estos pecados, junto a sus demonios son la expresión del deseo y la acción por satisfacer aquellas necesidades o placeres que, sin restricción alguna, impiden una adecuada convivencia social. San Pablo reconoce tres tipos de pecados que subsume a los siete capitales, incluida la cohorte y el bestiario de Satanás: 1) La libido sentiendi, 2) La libido cognoscienti y 3) La libido dominantis (10).

Pecar a través de los sentidos es muy común. Tal es el caso de la triada hedónica (gula, lujuria y pereza). Al parecer, nuestro cerebro está diseñado para pecar en pos de un mandato filogenéticamente muy antiguo y más poderoso que cualquier religión o norma jurídico – social: la sobrevivencia de la especie (10).

Génesis, neuroética y neurobiología del pecado (mal moral)

La moral, palabra derivada del latín moralis y la ética, derivada del griego êthikos originalmente se refieren a un consenso de modales y costumbres dentro de un grupo social o su vez a la inclinación de un comportamiento específico en detrimento de otro . A lo largo de los tiempos, teorías filosóficas han adoptado un acercamiento deductivo lógico-verbal de la moral que tiene como principio el identificar principios universales que deben guiar la conducta humana. Por el contrario, el acercamiento científico de la moral está emergiendo de la documentación de los cambios en el comportamiento moral de pacientes con disfunción cerebral, lo cual tiene implicaciones que conciernen las grandes dimensiones del razonamiento moral (11); (12).

La moral se construyó de manera progresiva a lo largo del proceso evolutivo de la humanidad. Las conductas egoístas y destructivas constituyeron una amenaza para la integridad del grupo social. Esto llevó a diferenciar las conductas benéficas de las perjudiciales. En este escenario surgen gracias al lenguaje, las normas y las reglas que complementan la función moral. Sin un respeto razonable por unas normas mínimas de convivencia y un reconocimiento de los derechos de los demás, la convivencia está expuesta, como temía Zeus, a una regulación por “la ley del más fuerte” y, en consecuencia, a la destrucción mutua entre los humanos tal como lo había advertido Hobbes: homo homini lupus. Por esto determinó el dios supremo del Olimpo que la conciencia moral se repartiera por igual entre los humanos, en una suerte de juego de fuerzas de un carro tirado por cuatro caballos (cuadriga) :

  1. La prenomía representa al caballo de las necesidades
  2. La anomía representa el caballo de los deseos
  3. La heteronomía representa el caballo de la ley, el bien social o bien común
  4. La socionomía representa el caballo de las relaciones afectivas e interpersonales

Generar una estructura heteronómica es totalmente necesario para poder llevar adelante la construcción de un sistema moral, capaz de regular la vida de la persona en sociedad y no es extraño que fuera Zeus, la máxima autoridad entre los dioses quien pensara en la necesidad de dotar al hombre de conciencia social (13).

Hobbes (1642), escribió en su Leviatán, que justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni de la mente. Esto significa que empezamos como un tabula rasa, dejando que la experiencia inscriba en ella nuestros conceptos morales. Hobbes defiende esta posición mediante el experimento retórico del pequeño salvaje, argumentando que si la biología nos hubiera legado nuestra capacidad de razonar moralmente – atenta, reflexiva, consciente, deliberada, basada en principios y no condicionada por nuestras emociones y pasiones – dicha capacidad podría darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones. Solo mediante la razón podemos mantener un sistema de justicia coherente. Nuestra biología (dimensión antropológica) y nuestra psicología (dimensión bio – psico – social) son meros receptáculos de información y de ulterior reflexión sobre esa base de datos mediante un proceso racional, lógico y bien razonado. Pero ¿Cómo decide la razón lo que hemos de hacer? Cuando razonamos sobre lo que hay que hacer, es verdad que la sociedad nos proporciona principios o directrices. Pero ¿Por qué habríamos de aceptarlos? ¿Cómo hemos de decidir si son justos o razonables? Para filósofos tan antiguos, al menos como Descartes había como mínimo una respuesta incuestionable: prescinde de las pasiones y deja que la razón y la racionalidad salgan triunfantes del proceso. La moral es esa neoestructura que emerge del proceso evolutivo de la especie y que trasciende en el tiempo para garantizar el buen flujo de los sentimientos morales sobre las otras pasiones de la naturaleza humana. El ser humano a diferencia de los animales o los ángeles, como decía Dante Alighieri, a propósito del lenguaje, ha sido dotado de una característica que el resto de los seres no necesitan para regularse: los unos porque están sometidos a las fuerzas de la naturaleza, los otros por estar situados por encima de ella. Este don particular de la especie humana, es la conciencia moral, la cual tiene que aprender a regular (normar) las tendencias naturales en un contexto social donde debe regir la convivencia armónica, pacífica, creadora y de solidaridad humana (14); (13); (15).  

A partir de esta posición racional y deliberadamente razonada caben al menos dos posibles movimientos. Por un lado, podemos fijarnos en determinados ejemplos moralmente pertinentes en los que se cause daño y haya cooperación y castigo. Basándonos en los detalles de ese ejemplo particular, podríamos emitir un juicio utilitarista, fundado en la consideración de si el resultado maximiza el mayor bien posible o bien un juicio deontológico, fundado en la idea de que toda acción moralmente pertinente es buena o mala, al margen de sus consecuencias. El enfoque utilitarista se centra en las consecuencias, mientras que la perspectiva deontológica se centra en normas, permitiendo a veces una cláusula de excepción y otras veces no. Por otro lado, podríamos intentar forjar un conjunto general de principios orientativos para el examen de nuestros deberes morales, independientemente de los ejemplos o contenidos específicos. Este es el camino que siguió el filosofo Immanuel Kant, formulado de la amanera mas rotunda en su imperativo categórico, Kant afirmaba: Nunca debo actuar si no es de tal manera que pueda también que mi máxima se convierta en ley universal para Kant las razones morales son poderosos aguijones para la acción correcta. Dado que están desligadas de toda circunstancia o contenido determinado, tiene validez universal. Dicho de otra forma, solo una ley universal puede dar a una persona racional razones suficientes para actuar de buena fe (16); (17).

En un intento crítico de fundamentar la moral a partir del enfoque neuroético, González Lagier se pregunta ¿Son nuestras opiniones morales fruto de nuestros razonamientos o, por el contrario, son el resultado de intuiciones o corazonadas? Una de las conclusiones que parece apoyar el tipo de investigaciones que se han englobado bajo el epígrafe de «neuroética» hacen referencia más a lo segundo que a lo primero. De acuerdo a las concepciones de la ética racionalistas, en la línea de kantiena, la neuroética parece dar la razón a cierto intuicionismo moral (aunque muy distinto, como el propuesto por G. E. Moore, W. D. Ross, H. A. Prichard, etc.) o al emotivismo moral (esto es, a concepciones de la ética que vinculan los juicios morales con las emociones y los deseos, en la línea de Hume).

La neuroética es una disciplina joven . Suele situarse su nacimiento en un congreso celebrado en San Francisco en el año 2002 dedicado a las relaciones entre la ética y la neurociencia (aunque la expresión «neuroética» ya se venía usando). A partir de ese mo- mento han proliferado congresos, publicaciones, instituciones y cátedras sobre este tema. En realidad, la expresión «neuroética» sirve para dar cuenta de dos tipos de investigaciones, que es útil aunque no siempre fácil distinguir: la ética de la neurociencia, una parte de la bioética que trataría de establecer un marco ético para las investigaciones neurocientíficas y sus aplicaciones; y la neurociencia de la ética, el estudio de la conducta ética desde el punto de vista de las investigaciones sobre el cerebro. Por ejemplo, son problemas de la ética de la neurociencia los siguientes: si está justificado o no el uso de los descubrimientos neurocientíficos para la mejora de las capacidades mentales o sensoriales de los humanos (el llamado «transhumanismo»); en qué condiciones es legítimo el uso en los tribunales de pruebas basadas en técnicas neurocientíficas (como la prueba P300 o brainfingerprinting, que permite determinar si el sujeto miente observando las variaciones en las ondas cerebrales ante ciertos estímulos); qué valor en relación con la atribución de responsabilidad hay que conceder a determinadas disfunciones cerebrales; o si es correcto —y en qué casos— usar técnicas de control de la conducta basadas en conocimientos neurocientíficos. Se reconocen como problemas de la neurociencia de la ética a los siguientes: la discusión general sobre el libre albedrío y su relación con la responsabilidad; la cuestión de si nuestra actividad cerebral en el momento de tomar decisiones morales apunta más al deontologismo, al consecuencialismo o a una ética de las virtudes; el análisis del papel de la oxitocina o de las llamadas «neuronas espejo» en nuestra conducta ética; o si la neurociencia puede fundamentar conclusiones normativas acerca de la corrección de nuestros juicios morales. La cuestiónfundamental que plantea González es —si nuestros juicios morales proceden de la razón o de corazonadas— el cual es, igualmente, un problema de la neurociencia de la ética (18).

Si es así como funciona la maquinaria moral uno de los rasgos esenciales de su diseño es un programa que le permita excluir los actos inmorales. El programa esta escrito en forma de imperativo, estructurado como una regla o mandato moral (14), (19), (20).

A propósito de los sentimientos morales, JP Changeux, menciona el reciente trabajo del psicólogo infantil Blair sobre el inhibidor de violencia. Blair se inspira en los trabajos de etología animal, en particular en los de Konrad Lorenz, “que muestran cómo en el caso del perro, por ejemplo, ante una situación de conflicto violento, el agredido hace cesar la violencia del agresor por signos de comunicación no verbal muy específicos. Así, cuando el agredido expone su cuello en signo de sumisión, el agresor deja de morderlo. Blair ha adaptado ese concepto al niño basándose en un modelo de desarrollo del sentido moral. Entre los cuatro y los siete años, el niño se vuelve sensible a la expresión triste del rostro, a los gritos y a los lloros de aquél a quien agrede, y abandona entonces cualquier acto violento. Interviene lo que podemos llamar «emociones morales», tales como la empatía, la simpatía, la culpabilidad y los remordimientos. Hay una inhibición en el paso al acto. Mientras que el autismo parece ser el resultado de una alteración selectiva de la teoría del espíritu, de la capacidad de atribución, los niños psicópatas presentarían, según Blair, un déficit selectivo del inhibidor de violencia. De acuerdo con este punto de vista, el niño psicópata no muestra ninguna reacción emocional a la tristeza de otro: es violento y agresivo sin remordimientos ni culpabilidad, aunque sepa que hace sufrir y su teoría del espíritu esté intacta. Diversos autores y un gran número de educadores han propuesto una teoría del desarrollo de la moralidad en el niño fundada en el castigo. Para éstos, el temor al castigo consecutivo a la transgresión de las prohibiciones morales condicionaría en el niño una conducta moral. Los trabajos de Blair orientan esta hipótesis en un sentido económico al propugnar el modelo de una activación espontánea del inhibidor de violencia y de las emociones morales (19).

La naturaleza moral de la especia humana queda establecida y baste introducir la siguiente relación contada por Platón en el Protágoras:

Hubo una vez un tiempo en el que existían dioses, pero no había razas mortales. Cuando les llegó el momento destinado a su nacimiento, forjaron los dioses a los seres animados con una mezcla de de tierra y fuego. Y cuando iban a sacarlos a la luz, ordenaron a Prometeo y Epimeteo que les prepararan para la vida, dotándoles de las aptitudes y capacidades más convenientes. Epimeteo se adjudicó a si mismo la tarea de dotar a cada especie de los recursos suficientes para sobrevivir, mientras Prometeo se encargaría de revisar la tarea de su hermano. De este modo, a unos Epimeteo los dotó de fuerza y a otros de velocidad, a los más poderosos los hizo inferiores en número, mientras que los más débiles se multiplicaban con gran rapidez y facilidad. Unos poseían fuertes garras y mandíbulas, otros poderosos cuernos o colmillos, mientras que otros gozaban de alas para volar para ocultarse o protegerse fácilmente entre las rocas o bajo la tierra. Igualmente distribuyó entre las diversas especies formas variadas de protegerse de las inclemencias del tiempo y de los peligros externos, proveyéndoles de pieles recubiertas de abundante pelo o de cuero resistente. Dispuso así mismo para cada especie distintas fuentes de alimentación, adaptadas a las condiciones y necesidades de cada uno, a fin de que no les faltara el alimento necesario. Todos tenían sus medios de subsistencia y de defensa como individuos o como especie, a fin de garantizar la posibilidad de supervivencia. A causa de este trabajo tan minucioso, sin embargo, Epimeteo no tuvo tiempo de dotar al hombre de los recursos necesarios para sobrevivir, olvidándose de protegerle adecuadamente: privado de poderosas garras o fuertes mandíbulas, limitado en su velocidad, sin capacidad de ocultarse ni de alzar el vuelo, con una piel desprotegida, desnudo y descalzo y sin cobertura ni armas estaba en exceso a los peligros externos. Llegado preisamente el día en que debían aparecer las especies sobre la Tierra, se presentó Prometeo para inspeccionar la obra de su hermano, y viendo al hombre tan indefenso a causa de la carencia de recursos robó a Atenea y Hefesto la técnica y el fuego y se los entregó a los hombres para que pudiern sobrevivir en este mundo. Con ello fueron capaces de desarrollar la agricultura y la tecnología con el objetivo de proveerse de alimentos y de los instrumentos más diversos: había nacido el homo faber. Sin embargo en estas condiciones los hombres conseguían a duras penas subsistir porque, al carecer del arte de convivencia, la política; continuaban indefensos a causa de su dispersión y de las peleas internas cuando intentaban agruparse, experiencia que el presente inmediato y el pasado reciente de la metrópolis no dejaba de recordar constantemente al propio Platón. Éste fue el error de Prometeo: olvidar o no tener en cuenta que el ser humano no se regula de forma espontánea o natural, sino que precisa de un orden social interiorizado a traves de la conciencia moral. Ante este panorama y temiendo que pudiera sucumbir toda nuestra raza, envió Zeus a Hermes a la Tierra para corregir este descuido, distribuyendo entre los hombres el sentido moral y la justicia, a fin de que hubiera orden en las ciudades y lazos de unión entre sus habitantes a fin de garantizar su convivencia. Dispuso además que este sentido se otorgara a todos por igual, de modo que, quien fuera incapáz de regularse por las leyes, fuera expulsado de la ciudad.

Es así como a través de este mito de Prometeo que explica Platón (Protágoras 320-322) la creación del hombre en dos estadios sucesivos: uno natural, complementado por los dones divinos de la ciencia y la tecnología arrebatados a Hefesto y Atenea, y otra sobrenatural, debido a la intervención directa de Zeus, que concede al hombre el sentido del pudor y de la justicia, base de la dimensión moral. De este mito se extraen claramente dos conclusiones (13):

  1. La primera es que el ser humano no llega a tal sin el desarrollo de la dimensión moral, base inexcusable para considerarlo homo sapiens.
  2. La segunda es que la dimensión moral no es una dotación originaria del ser humano, sino que debe ser añadida a su naturaleza primigenia

El carácter ontológico de la dimensión moral se asienta sobre neoestructuras capaces de gestar el conocimiento moral. Si los cerebros están determinados; Gazzaniga, dice, que la “gente” (más que un ser humano) se rige por un sistema de reglas cuando vive con otras personas, y de esa interacción surge el concepto de libertad de acción. Entre los indicios, continúa, que sugieren que el cerebro impulsa las acciones, están las percepciones que suscitan movimientos, actividades y acciones en la vida, así como la influencia de los estados emocionales del cerebro en nuestras redes neuronales en el momento de tomar una determinada decisión, como sucede cuando estamos bajo la influencia del estrés o la excitación sexual. Lo que no sugieren estos indicios es que los mecanismos cerebrales expliquen las relaciones existentes en una estructura social, las reglas que facilitan la convivencia, o una regla o valor como la responsabilidad personal. Estos aspectos de la personalidad, curiosamente, no radican en el cerebro. Existen sólo en las relaciones que se desarrollan cuando interactúan unos cerebros automáticos con otros. Están en el éter, concluye el gran neurocientífico de Dartmouth, (21), (22), (19), (23), (22), (22), (23), (24), (25), (16), (26), (27), (28), (29).

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Notas al pie

La pnéumata que habita en la esfera de las siete estrellas móviles o planetas, tienta desde allí al hombre. Las siete propiedades pecaminosas que se instalan en el alma y la corrompen provienen de los siete planetas. Gregorio Magno introdujo en el medioevo una reflexión e interpretación alegórica sobre los pecados referidos a la propia historia de María Magdalena, de la que habían salido siete demonios (Et quid per septem daemonia, nisi universa vitia designantur?). ¿Y a qué se refieren los siete demonios, si no a los pecados universales?

La imputación consiste en asignar a un sujeto responsable, una acción susceptible de apreciación moral. La acusación caracteriza a la acción misma como violatoria del código de ética dominante dentro de una comunidad determinada. La reprobación designa el juicio de condena en virtud del cual el autor de la acción es declarado culpable y merece recibir un castigo

Fernando Savater (11) en su Ética para Amador dice que se debe distinguir entre moral y ética. “Moral es el conjunto de comportamientos y normas que tú, yo y algunos de quienes nos rodean solemos aceptar como válidas, mientras que Ética es la reflexión sobre por qué los consideramos válidos y la comparación con otras <morales> que tienen personas diferentes”. La ética sería el arte de saber vivir. Para José Luis López Aranguren (1981), la moral es la ética vivida y la ética, la moral pensada.

Platón utiliza la metáfora en el Fedro, referida a la figura del auriga en el carro alado por caballos. “Es pues, semejante el alma a cierta fuerza natural que, como si hubiera nacido juntos, mantiene unidos un carro y su auriga, sostenidos por alas. Los caballos y aurigas de los dioses son todos ellos buenos y constituidos de buenos elementos; los de los demás están mezclados. En primer lugar, tratándose de nosotros, el conductor guía una pareja de caballos: de los caballos; el uno es hermoso, bueno y constituido de elementos de la misma índole; el otro está constituido de elementos contrarios y es él mismo contrario. En consecuencia, en nosotros resulta necesariamente dura y difícil la conducción” (9).

El término “neuroética” fue acuñado por el periodista William Safire tras fallecer dos gemelas siamesas de origen iraní, que habían sido intervenidas en un hospital de Singapur para intentar separar la unión de sus dos cerebros. El fracaso neuroquirúrgico llevó al autor a reflexionar sobre lo adecuado o equivocado de las opciones terapéuticas agresivas que tenían por diana el cerebro. Se refirió en este contexto a la neuroética, que para él sería una par­ cela de la filosofía volcada en discutir lo correcto o erróneo de los tratamientos o técnicas de estimulación o abordaje cerebral. González, en su propuesta dá un paso más allá de esta idea primigenia. En este sentido, habla de neuroética no para referirse a los aspectos bioéticos de asuntos clínicos relativos al cerebro, como los que atañen al principio o final de la vida o a la mejora de la inteligencia, sino para describir los mecanismos implicados en la toma de decisiones de contenido moral o ético.